Mi chaquetón verde no es corporativo, mis zapatos negros nuevos tampoco. La chica que se sienta a mi lado en mi nuevo sitio, bueno, la chica al lado de quien me siento (yo llegué después), me ha dicho que si no me da apuro que me llamen la atención. El caso es que me da igual, antes sí me preocupaba un poco, me estaré volviendo rebelde. Como mis ganas.
Últimamente me han pasado tantas cosas que no sé qué escribir. Podría contar que casi la mitad de la gente que viaja en preferente en los vuelos Madrid-Nueva York lo hacen de enchufados, como yo. El truco consiste en entrar de las últimas al avión y decirle al sobrecargo: Soy la albiñoca, X me ha dicho que pregunte por usted. La clave es conocer la X apropiada. O hablar sobre los vuelos de vuelta a casa, en el primero iba en un avión tan pequeño que todo el mundo tenía pasillo y ventana al mismo tiempo y en el segundo aprendí más de lo que hubiese querido sobre comida casher. Contar cómo decepciona el edificio de Friends de cerca o cómo te sientes metida en una película paseando por Times Square. De lo flipante y hortera que es ir en una limusina blanca de 10 personas a Chicago, de lo que mola la judía gigante o querer pasear contigo por Michigan. De cómo aprendí el uso correcto de Qué guachada o que los yankis sólo te dejan pasar primero para que te lleves tú el shock al abrir la puerta, allí todo da calambre. O de cómo a -13ºF el vaho de la respiración se congela en las pestañas y la sensación tan rara que es tener hielo en los ojos. De lo bordes que son las azafatas de los vuelos con destino Boston, de una habitación de hotel el doble de grande que mi casa, de patinar sin patines sobre todos los lagos helados, de comer calentito en Quincy Market y de pasear por Harvard inventando la vida de los estudiantes que veíamos a través de las ventanas. Pero es que no me sale.
Mañana me pongo las zapatillas rojas.