Estoy trabajando. Mejor dicho estoy en mi puesto de trabajo. Sin nada que hacer. Aquí el MSN y el correo se consideran herramientas de trabajo. Los blogs no. Así que escribo esto como si fuera un mail y lo publico luego. Antes intentaba disimular un poco y abría el bloglines en una ventanita chica. Ahora me da igual que todo el mundo me vea mirando el catálogo de Ikea. De pronto, así, de golpe, adoro Ikea. Las camas, los edredones, las almohadas, las albóndigas, los rollitos de salmón, el metro psicodélico. Sentarme en las camas contigo, elegir edredón contigo, probar almohadas contigo, comer albóndigas contigo, compartir un rollito de salmón contigo, que te duermas en mi hombro en el metro.
Ahora mismo mantengo una conversación absurda con dos de mis compañeros. Uno está a mi izquierda a menos de un metro y el otro a mi espalda a menos de dos, sin embargo los tres estamos muy concentrados mirando a nuestras respectivas pantallas, intentando disimular que desvariamos vía msn. De vez en cuando se nos escapa una medio carcajada silenciada, es difícil aguantar la risa. En un rato nos levantaremos a por el enésimo café de la tarde y entonces podremos desvariar sin disimular.
Antes de comer he ido a recoger las tarjetas de visita. Uno de mis compañeros me ha preguntado que para qué las quiero. El caso es que no lo tengo muy claro. Creo que las usaré para dejarte notas pilladas en la ventana de tu coche. Dejándote besos escritos pocos minutos antes de dártelos en persona. Aunque ahora lo tengo complicado. Lo de acercarme a tu coche cada vez que quiera digo. En verano era más fácil. Las guardaré para el próximo. O te las mandaré por correo, y te llenaré el
buzón y el bolsillo secreto de tu Moles(k)tine.
Me acabo de acordar, por aquello de las tarjetas de visita, de un encuentro surrealista con una pareja de abuelos mejicanos y su nieto en un restaurante chino. No he escrito nada de ese tiempo. De las tres visitas a Madrid con las tres entrevistas correspondientes que tuve que hacer en verano. De cómo empezó la aventura con una cena maravillosa en una terraza maravillosa con
una pareja aún más maravillosa que me recibieron como si me conocieran de toda la vida y no de 20 minutos antes en la boca del metro. O de cómo terminó con una autoinvitación en casa de
otra persona maravillosa (tengo mucha suerte) con una bolsa de regañás en una mano y un manojo de nervios en el estómago. Y tú, claro. Cuando me llamaron para decirme que sí estaba en tu casa, seguramente habría ido a robarte un beso antes de coger el coche, no recuerdo. La vida es bella, ¿verdad?
Podría escribir sobre aquello. Os debo una cena.