Mi madre huele a abrazo, a caricias en la espalda, a cosquis en la nuca, a beso de buenas noches y a tirón de sábanas de buenos días.
A desayuno con dibujos animados, a uniforme recién planchado cada mañana, a zapatos limpios, a bocata para el recreo y a botones rotos del babi.
A paseo agarrada a mi cintura, a buscar conchas amarillas en la bajamar, a jazmín en la mesilla de noche, a espera de madrugada, a toque cuando llegue a casa y a cigarro a escondidas.
A descubrir la ciudad paso a paso, a historias de una playa antigua, a chistes mal contados, a libros en el autobús, a chocolatinas de bienvenida y a notas con besos.
A sentirse arropada en mitad de la noche, a tardes de anginas, a salas de espera de médicos, a lloros por inyecciones, a te quieros a todas horas y a consuelos que arreglan el mundo.
A partidas de cartas, a mercromina en las rodillas, a esparadrapo en la barbilla, a manguitos en el canasto de la playa y a lágrimas de emoción al oír un nombre en alto.
A letras de canciones inventadas en la cocina, a bailar ABBA en el salón de casa, a colonia de baño en la espalda camino del ascensor, a dibujo escondido en la almohada y a café recién hecho.
A manos perfectas, a manos de madre.
A días de madre y horas de hija.
Y cada una celebra el día de la madre cuando quiere. Por eso me la llevo a tomar una copa de vino para que se le pongan coloretes mientras ríe a carcajadas.
Y cuando me dice que se siente orgulla de mí pienso que al fin y al cabo no lo debo estar haciendo tan mal.